jueves, 23 de mayo de 2013

63 | 19/11/10 – Granada, España. Despejado simple.



Zero y Max abrían cajas. Las llenaban. Las cerraban. Abrían más. Las llenaban. Mudanza. Habían encontrado un piso que estaba bastante bien. En el centro, medianamente amplio y con dos habitaciones. Era temporal. Zero estaba preparándole a Max una sorpresa alucinante. Un mes atrás, habían estado en una casa espectacular a las afueras; la localización no le importaba realmente a Zero ya que tenían coche y moto, así que se enamoró totalmente de ella. La había comprado. Realmente estaba tramitando y poniendo en regla todo el papeleo, pero sí, era suya. Deseaba vivir allí con Max durante el resto de su vida. Deseaba estar con Max hasta que la muerte los separase. Matrimonio. Una idea que le rondaba la cabeza a Zero desde hacía años. Desde que lo vio la primera vez. Pero no quería “espantarlo” y decidió esperar. Esperó tanto que el amor se fue por su ventana, literalmente. Habían pasado dos años y deseaba fervientemente pedírselo. Esperaría el momento adecuado, y entonces, cuando el amor de su vida le diera el “sí quiero”, le diría que había comprado aquella maravillosa casa de la cual se enamoraron, y vivirían felices y comerían perdices. O bueno... Lo que Max quisiese comer.

-¡Mira Zero, mira! -le gritó Max tirándole del pantalón.
Zero se dio la vuelta y vio al menor con el puño alzado y una gran manta larga anudada al cuello.
-¡Soy Max todopoderoso! ¡Hágase mi voluntaaad!
Zero comenzó a reír sin parar mientras Max seguía gritando con el puño alzado, hasta que a Max se le bajaron sin previo aviso las bermudas.
-¿Qué coño...?
-¡Así estás mucho mejor! -exclamó Zero abalanzándose sobre su amante.
-¡Aaaaay!


Mientras tanto, en el porche, habían instalado el verano pasado unas sillas y unas mesas de madera rústicas, para sentarse al fresquito veraniego español las cálidas noches de julio. Yasu estaba sentado en una de esas sillas, pensando y repensando. Iba a ser padre. Era una responsabilidad enorme, tanto que Yasu no podía asimilarla bien. Él jamás había tenido responsabilidades, ni siquiera se había encargado de sus hermanos pequeños cuando sus padres se iban de cenita romántica. Tampoco tomó responsabilidad de nada cuando lo echaron de la banda o cuando se drogaba. La mayor responsabilidad que había tenido era su trabajo actual como mano derecha de Satán, y aún así, el demonio lo veía como un simple juego.

-Voy a ser padre, aún no me lo creo... -dijo para sí mismo en voz alta.
-Cuando tienes dos ya te acostumbras. -le respondió Judith sentándose en la otra silla, sonriéndole.

Judith. Judith James. Una mujer de 30 años, que por supuesto, no los aparentaba en absoluto, no le echaban más de 24, aunque a Yasu le gustaba molestarla preguntándole si tenía 40. Su larga melena rubia ondulaba con la brisa, y sus ojos esmeralda miraban cariñosamente al demonio, al cual conocía desde hacía tan solo unos meses. Judith, jefa de la sección de espionaje y asesinatos de la CIA, era una mujer atractiva, sincera, con dotes de habla, sabía echar charlas, pero sobre todo sabía regañar, y sus hijos lo sabían bastante bien. No le gustaba hablar de sus hijos a la gente, al contrario que la mayoría de las madres, prefería mantener en el más estricto secreto su maternidad.
Judith era, en pocas palabras, una luchadora. A una temprana edad, conoció al supuesto “hombre de su vida”, se casaron y vivieron juntos. Al principio, como en la mayoría de las relaciones, todo era de color de rosa, pero, en poco tiempo, se tornó gris. Gris oscuro. Gris-negro. Judith sufría, su marido, adicto al juego y al alcohol, reprimido por el poco amor que sus padres le habían brindado, descargaba su furia en la rubia, que solo podía callar y asumir toda la culpa. Cada día para ella era un infierno. Un infierno insoportable. Verdaderamente malo. Hasta que, como todo ser humano, llegó a su límite, y un día, enfurecida, echó a su marido de la casa e interpuso una denuncia por malos tratos.  Judith jamás hablaría de esto con nadie, a excepción de Jessica, la cual sabía toda su vida y aquel secreto que jamás podría contar.

-Hombre, la rubiales, ¿pero tú no me tenías asco? -preguntó con retintín.
-Eres muy buen canguro, lo mínimo que puedo hacer es ser amable contigo. -respondió sonriendo.
-Ser canguro es un asco... Y un coñazo. No sé porqué Satán me mandó hacer esto precisamente a mí.
-A lo mejor él ya sabía que tendrías un hijo y te lo mandó hacer para entrenarte.
-Tener un hijo no es una batalla, no necesito entrenamiento. -dijo despreocupadamente.
-¿Ah, no? Tener un hijo significa sacar una vida adelante, significa ayudar a crecer a un ser vivo de tu propia sangre, significa enseñarle la distinción entre el bien y el mal, significa tener algo que tú mismo has creado, se me ocurren batallas más fáciles.
-Ajam... -dijo levantándose de la silla- Muy bonito, pero yo, a diferencia de ti, no lo criaré solo.
Se produjo un silencio durante unos segundos, los cuales Judith aprovechó para desviar la mirada.
-Eso ha sido un golpe muy bajo...
-Si fueras una mejor madre y le prestaras más atención a tus hijos no diría nada.
-Ya... ¡Haz tú un trabajo horroroso que no te gusta para nada, llega cada día a casa oliendo a perros y con mal humor! Yo no puedo criar sola a dos niños... -gritó levantándose también.
-Yo llego igual, mi trabajo es peor que el tuyo, mientras tú te limitas a ordenar a la gente a espiar a estos o matar a los otros, yo voy a matar a seres oscuros, a torturar a gente que se merece el infierno. Y cuando llego a casa siempre tengo un momento para ir a ver a Lacey, ver que tal está y decirle lo mucho que la quiero. Si yo puedo, tú también, y vete aplicando el cuento porque, en cuanto nazca mi hija, dejaré de cuidar a los tuyos. -le replicó el demonio.
-Pues muy bien, no te necesito. -concluyó la rubia sentándose de nuevo en la silla de madera.
Yasu la miró unos segundos arqueando la ceja. No sé qué me pasa últimamente que la gente me da como... pena... pensó el demonio.


De vuelta al interior de la casa, la parejita feliz, Zero y Max, descansaban en el sofá. Max leía un cómic mientras su amante hablaba por teléfono con un amigo.

-Claro que sí tío, un día salimos por ahí a tomar algo... Que sí... No, él no, que con una copa se emborracha...
-Zero, ¿con quién hablas? -le preguntó Max cariñosamente cogiendo la manga de su camisa.
-Cariño, estoy hablando con un compañero de trabajo, no te preocupes que no tengo ningún amante. -dijo en tono burlón.
-Lo decía por curiosidad, a  mí no me importa que tengas amantes.-respondió incorporándose.
-¿Cómo que te da igual? -preguntó, ya distraído de su conversación telefónica.
-Que no me importa. Solo que si te pillo poniéndome los cuernos te corto los huevos, pero nada más.-respondió fríamente tumbándose en el sillón de nuevo.
-Este niño me da miedo-dijo Zero hablando con su compañero de nuevo- ...Sí, ¿pero para qué quieres que te lo pase? … Bueno, bueno como quieras. -dijo Zero pasándole el teléfono a Max.-Max, mi amigo quiere hablar contigo.
-Mmm, vale- cogió el teléfono- Hola.
-Hombre Max, cuanto tiempo, ¿te acuerdas de mí? -preguntaron al otro lado del teléfono.

La sangre se le congeló por completo. Podría decir hasta que su corazón había dejado de latir. No podía mover ni un solo músculo, no podía ni pestañear. Zero lo miraba extrañado. Max no dijo ni una sola palabra. Aquella voz. Aquella asquerosa voz jamás se borraría de su mente.

-He, he, creo que sí te acuerdas. -se respondió la voz.

Max se levantó de repente y tiró el móvil al suelo. Zero ante la extraña conducta de su amante, y extrañado, se abalanzó sobre el teléfono para hablar con su amigo y averiguar qué había pasado.

-¿¡Pero qué le has dicho para que se ponga así!? -le regañó Zero.
-Nada Zero, le he saludado y se ha quedado callado. -se excusó.
-Que raro... Luego hablamos que voy a ver qué le pasa... -dijo preocupado.
-Que buen novio eres... Yo quiero que mi mujer sea así...
-¡Pero si tu mujer es muy maja! Bueno, un poco mandona... Pero tiene pinta de ser una fiera en la cama. -bromeó Zero.
-Bueno sí pero... ¿¡Qué dices, gay pervertido!? -le gritó.
-¡Que era broma! Hasta mañana chaval. -se despidió el peliblanco.
-¡Adiós Zerito! -se despidió colgando.
-Zerito tu puta madre. -le dijo al teléfono.

Dejó a un lado el teléfono y subió al piso de arriba. Fue a su habitación, donde dormían los dos desde hacía un par de meses. No había nadie. Max nunca se encerraba en su cuarto, la última vez que el peliblanco lo vio encerrado allí fue cuando se escondió de él. Anduvo hasta la habitación del menor y llamó a la puerta.
-¿Max? ¿Estás ahí?
-Por favor Zero... Déjame solo...
-Max, ¿qué te pasa?
-Nada... Por favor, déjame solo... Se me pasará antes... -dijo entrecortadamente y en un tono muy bajo.
-Vale...

Zero, totalmente desorientado y confundido durmió solo aquella noche de noviembre, mientras Max revivía traumas del pasado en la oscuridad de su habitación cerrada.



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