Los conciertos se sucedían, los fans aumentaban y el ego de Max
subía como la espuma. Nunca se había considerado gran cosa, pero
ver como la gente gritaba su nombre a cada sonrisa suya hacía que se
sintiera el ombligo del mundo. No le gustaba ser egocéntrico, nunca
le habían gustado ese tipo de personas que solo saben hablar de
ellas mismas y sus proezas, pero Max se sentía por primera vez
realizado, se sentía a gusto con su trabajo y su esfuerzo.
Aquella mañana le escribió una carta a su madre. Solía mandarle
dos cartas al mes más o menos, pero nunca recibía contestación. Al
principio no ponía el remitente para que no lo localizaran, era
demasiado pequeño, pero cuando cumplió los 16 años vio necesario
poner la dirección, quería volver a ver la letra de su madre,
sentirla a través del papel y olerla, quería saber que tal estaba
todo en casa y como estaban sus primos, pero, las respuestas nunca
llegaban. Aún con todo eso, Max no desistía en su empeño, quería
que su madre viera en que se había convertido aquel pequeño niño
rubio.
“Querida madre.
Por
aquí todo va bien, seguimos haciendo muchos conciertos y estamos
ganando dinero. Hiro y yo estamos pensando en irnos a vivir a una
casa más grande, con dos dormitorios (aunque yo lo que quiero es un
vestidor). ¿Qué tal Ryuichi y Matt? A lo mejor, si en un futuro me
hago famoso, podría actuar con él, sería maravilloso, ¿no crees?
Mamá,
a veces te echo de menos, cuando hablábamos hasta muy tarde, cuando
te cepillaba el pelo... Te echo de menos.
Un beso, Max.”
¿”Cepillándole el pelo”? Yo era gay desde hace mucho tiempo,
¿eh? … pensó Max. Dejó la carta sobre el mueble de la
entrada para enviarla más tarde.
Inglaterra, Londres. Lluvioso.
William farfullaba, como de costumbre. Se lo veía más demacrado y
viejo que nunca. Su mujer, Nadeshiko, sufría de aguda depresión
desde que Max había abandonado el hogar tres años atrás. Lloraba
cada día, se sentía sola, abrazaba sin parar un peluche de su
pequeño, a veces incluso le hablaba.
Maldito criajo, debería de haberlo mandado a un internado antes
de que se hubiera fugado, así Nadeshiko y yo viviríamos solos y en
paz y no de esta manera... pensaba William. Realmente William
nunca había querido a su hijo, ni una sola muestra de cariño hacia
él, ni un solo presente, ni una sola preocupación. Nadeshiko
conservaba el velo de la ignorancia, que la hacía más vulnerable
aún.
William quemaba un montón de cartas en la chimenea del salón
mientras las lágrimas de Nadeshiko surcaban sus pálidas mejillas.
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