domingo, 19 de agosto de 2012

33 | 23/9/09 – Japón, Tokyo. Despejado.



Los conciertos se sucedían, los fans aumentaban y el ego de Max subía como la espuma. Nunca se había considerado gran cosa, pero ver como la gente gritaba su nombre a cada sonrisa suya hacía que se sintiera el ombligo del mundo. No le gustaba ser egocéntrico, nunca le habían gustado ese tipo de personas que solo saben hablar de ellas mismas y sus proezas, pero Max se sentía por primera vez realizado, se sentía a gusto con su trabajo y su esfuerzo.
Aquella mañana le escribió una carta a su madre. Solía mandarle dos cartas al mes más o menos, pero nunca recibía contestación. Al principio no ponía el remitente para que no lo localizaran, era demasiado pequeño, pero cuando cumplió los 16 años vio necesario poner la dirección, quería volver a ver la letra de su madre, sentirla a través del papel y olerla, quería saber que tal estaba todo en casa y como estaban sus primos, pero, las respuestas nunca llegaban. Aún con todo eso, Max no desistía en su empeño, quería que su madre viera en que se había convertido aquel pequeño niño rubio.

Querida madre.

Por aquí todo va bien, seguimos haciendo muchos conciertos y estamos ganando dinero. Hiro y yo estamos pensando en irnos a vivir a una casa más grande, con dos dormitorios (aunque yo lo que quiero es un vestidor). ¿Qué tal Ryuichi y Matt? A lo mejor, si en un futuro me hago famoso, podría actuar con él, sería maravilloso, ¿no crees?
Mamá, a veces te echo de menos, cuando hablábamos hasta muy tarde, cuando te cepillaba el pelo... Te echo de menos.

Un beso, Max.”


¿”Cepillándole el pelo”? Yo era gay desde hace mucho tiempo, ¿eh? … pensó Max. Dejó la carta sobre el mueble de la entrada para enviarla más tarde.




Inglaterra, Londres. Lluvioso.


William farfullaba, como de costumbre. Se lo veía más demacrado y viejo que nunca. Su mujer, Nadeshiko, sufría de aguda depresión desde que Max había abandonado el hogar tres años atrás. Lloraba cada día, se sentía sola, abrazaba sin parar un peluche de su pequeño, a veces incluso le hablaba.
Maldito criajo, debería de haberlo mandado a un internado antes de que se hubiera fugado, así Nadeshiko y yo viviríamos solos y en paz y no de esta manera... pensaba William. Realmente William nunca había querido a su hijo, ni una sola muestra de cariño hacia él, ni un solo presente, ni una sola preocupación. Nadeshiko conservaba el velo de la ignorancia, que la hacía más vulnerable aún.
William quemaba un montón de cartas en la chimenea del salón mientras las lágrimas de Nadeshiko surcaban sus pálidas mejillas.

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